domingo, 3 de agosto de 2014

Hasta que el alba nos separe.


 
Aún hace algo de calor en Montreal. Pensé demasiado si debía ir o no a esa fiesta pero estaba aburrido y solo en casa, así que he decido ir. Es el cumpleaños de un chico que salió con mi novio hace un tiempo y ahora son amigos. Es sábado y mi novio está trabajando fuera de la ciudad, me dijo: “puedes ir a la fiesta de Derek, quizá conocerás gente y harás amigos”. A mí me resulta extraño convivir con su ex, quizá soy demasiado anticuado pero no puedo evitar pensar que conoce su cuerpo como yo, su olor, la textura de su piel, sus labios al besar…

Últimamente estoy enojado con mi novio pues el tiempo que estuvimos separados por la distancia él sugirió “abrir” la relación. ¿Cómo podía acostarse con más gente? Yo sólo pensaba en estar cerca de él y no concebía compartir el sexo con nadie más… Quizá yo estaba más enamorado de él, que él de mi. Ahora que he llegado a Montreal, me doy cuenta de que mi novio ha salido con muchos chicos, los cuales nos encontramos en bares y en fiestas, y que ahora son sus “amigos”. No puedo evitar sentir celos; muchos hombres han estado en la cama en la que ahora paso todas mis noches. 

Alfredo, mi nuevo amigo, también conoce a Derek e irá a la fiesta. Nos hemos puesto de acuerdo para llegar juntos, entonces sé que no estaré solo. Camino a mi encuentro con él por una calle llena de árboles que empiezan a soltar hojas secas inundando el pavimento; es septiembre y el otoño se anuncia en la ciudad. Me he puesto unos jeans ajustados y rotos, y un saco gris. Llevo lentes oscuros de ray-ban y una camiseta blanca de cuello “V”. Alfredo empuja su bicicleta a mi lado mientras hablamos de cualquier cosa.

Pasamos a un SAQ a comprar unas botellas de vino blanco y nos dirigimos al departamento del ex de mi novio en el Plateau.

Hay mucha gente, en su mayoría hombres. Abunda la comida y el alcohol. Derek me presenta a sus amigos como el novio de J., que no ha podido venir porque está trabajando en Nueva York. Les dice que planeamos casarnos para que mi proceso migratorio sea más sencillo y yo pueda mudarme permanentemente a Canadá. Yo hablo del tema mientras pienso que aún no he decidido si efectivamente quiero vivir ahí y que aún estoy enojado con J.

El día comienza a marcharse y una noche fresca se anuncia. Estoy de píe en la terraza, fumándome un cigarro en soledad y bebiendo una copa de vino blanco, siento su sabor dulce y frio en la boca cuando lo veo acercarse: cabello corto y rubio, ojos verdes, las ojeras muy marcadas, barba, delgado, alto. La voz profunda, su aliento deja notar que ha bebido y fumado, la mirada penetrante. Me gustó desde que lo vi. Su nombre empieza con “M”. Cruzamos nuestras primeras palabras recargados en un balcón, contándonos cómo es que llegamos a Montreal, de dónde venimos y cuánto tiempo hemos estado en la ciudad. Reímos y su risa resuena en mi cabeza. Su mirada se queda en mis ojos.

La conversación con él fluye y 30 minutos parecieran 30 segundos. Me cuenta que le gusta Kundera y yo, que me aferro a encontrar significados en la casualidad, le digo que uno de mis libros favoritos es “La insoportable levedad del ser”. Me emociono recordando los personajes de la novela mientras “M” acerca su oído a mi boca con la excusa de escucharme mejor. Su cercanía me eriza la piel.

Las luces de la casa se apagan. En la oscuridad, todos caminan a la sala del departamento cantando el “Happy birthday”. “M” me dice que necesitar ir al baño. “Yo también”, digo sólo para continuar a su lado.

El baño está ocupado. Una chica espera y “M” y yo aguardamos detrás mientras escuchamos los cantos y las risas provenientes de la sala. Cuando la chica desocupa el sanitario y “M” está por pasar, un impulso me lleva a empujarlo y a entrar con él. Cierro la puerta. Lo miro. Se acerca a mi. El alcohol se me sube a la cabeza. Siento mi respiración agitada. Me pierdo en sus ojos verdes. Nos besamos. Siento su lengua en mi boca, su mano en mi nuca.

Nos reímos. “¿Y ahora?” me pregunta. “Tengo que mear”. “Mea. Te espero”, le digo. Me miro al espejo y me acomodo el cabello haciendo como que no lo veo pero de reojo, en el reflejo, observo como se saca la verga y escucho el chorro de orina que cae en el escusado. Después meo yo, casi tengo una erección. No me importa que me vea.

Alguien toca la puerta del baño. “Mierda”, pienso. Hay gente esperando, nos verán salir juntos, pensarán mal de mi. Soy un estúpido. Todos conocen a mi novio. “Mierda”. No oculto mi nerviosismo y “M” propone salir primero él. Cuando lo hace, lo escucho decir “Aún está un amigo adentro”. La gente se queja. Pienso rápidamente que quizá crean que entramos juntos a orinar y no a fajar…

Cuando finalmente salgo del baño, siento algunas miradas en mi y adivino que me estoy poniendo rojo. “Qué tonto soy…”, pienso.

Encuentro a Alfredo, que se ha dado cuenta de todo. Me toma del brazo, me lleva a una habitación. Me desahogo con él de lo mal que me siento y él intenta tranquilizarme. Respiro profundo y salimos del cuarto como si nada hubiera pasado…

Bebo más vino para relajarme, para no darle importancia a la situación, para olvidar que me he puesto en riesgo, para no pensar en mi novio y en el enojo que siento con él.

“M” regresa a mi, divertido por lo sucedido. “Ven a mi departamento” me dice como si me dijera cualquier otra cosa pero yo sé que es una orden, no una pregunta. Lo imperativo de sus palabras me excita y lo único que quiero es escapar de ahí; dejar toda esa gente atrás y huir con la única persona que he sentido honesta desde mi llegada a Canadá, jugármelo todo esa noche de septiembre…

“Me iré primero. Me despediré de todos y después te esperaré sobre el Boulevard Saint Joseph, a 3 calles de aquí. Sal 20 minutos después de mi. Nadie sabrá que nos hemos ido juntos”. El plan de “M” emociona y me eriza la piel.

Cuando “M” se marcha, le digo a Alfredo que debemos irnos. Le cuento en voz baja mi plan. A él también le divierte y jura guardarme el secreto. “Seré como tu Pepé Grillo”, me dice mientras me da consejos al oído durante los 20 minutos más largos que he vivido en mucho tiempo.

Hace algo de frío en la calle, me pongo el saco y camino con las manos en las bolsas lo más rápido que puedo. Sobre el boulevard, en una parada de autobús, iluminado por las luces fluorescentes de ésta, de píe me espera “M” junto a su bicicleta. “Súbete” me dice con una sonrisa. Yo me río. “Nos vamos a caer”, digo. “No, no nos caemos”, comenta él. 

Me siento en la bici y él pedalea de pie, pongo mis manos en su cintura. Vamos rápido. Siento el aire frío en la cara y el viento despeinarme. Me mareo. “Debe ser el vértigo”, pienso recordando a Kundera: “La profundidad se abre ante nosotros y nos atrae, nos seduce, despierta en nosotros el deseo de caer…” Esta noche me dejo caer, seducido por sus ojos verdes, por el deseo de tener sexo con él, entregándonos al placer hasta que el alba nos separe…

Llegamos a un edificio antiguo. Bajamos de la bici y “M” respira agitado. “Me cansé”, dice con una sonrisa que despierta en mi el deseo de besarlo. Luego sujeta la bicicleta en una estructura metálica con un candado y nos dirigimos al interior del edificio. Subimos unas viejas escaleras de madera y en el descanso nos quitamos los zapatos y los dejamos ahí mientras pienso que me gusta esa costumbre canadiense de quitarse el calzado antes de entrar a las casas.

Caminamos sigilosos a su habitación para no despertar a sus roommates. Entramos a su cuarto y él inmediatamente se dirige al baño. Me quito el saco y lo pongo en la silla del escritorio. Espero a “M” mirando su habitación: la ropa tirada, los papeles que inundan el escritorio, las postales sujetas en un corcho, el colchón en el piso, los libros que habitan ahí y que me hacen sentir que estoy en un lugar seguro…

Cuando “M” vuelve del baño por fin nos besamos largamente sin ningún posible testigo más que sus libros. Nos quitamos la ropa. Nos dejamos caer por fin en ese colchón sobre el piso con sábanas que huelen a él, y yo me dejo llevar por ese olor, por su piel, por su cabello que siento entre los dedos.

Invadido por esa dulce levedad que proporciona el alcohol, siento mi cabeza girar mientras pierdo mi lengua entre los dedos de sus pies, en sus ingles, en los vellos de sus axilas, su cuello, sus pezones… Nos acomodamos para poder mamarnos la verga en un 69, siento su boca que deja entrar mi pene hasta el fondo mientras yo disfruto lamiendo su glande y sintiendo en mi lengua algo de semen que su excitación deja escapar.

“M” busca un condón, después se lo pone. Se acomoda sobre sus rodillas en la cama. Yo le recibo una botella de lubricante y me pongo algo en el culo para después sentarme sobre él. Siento como entra y me abre poco a poco, una oleada de calor me invade la cabeza. Se me olvida el mundo mientras veo su cara inundada de placer cuando me muevo de arriba abajo, sintiéndolo dentro de mi. Sus dedos pellizcan mis pezones, después aprietan mis nalgas. Se mueve rápido, escucho su pelvis golpeando mi trasero. Me masturbo, acariciando largamente un orgasmo que puedo prever será algo especial. Miro mi semen caer sobre su abdomen, él saca su verga de mi culo, se quita el condón y se masturba rápido para venirse inmediatamente. Nos besamos, nos abrazamos.

Esa noche duermo con las piernas entrelazadas a las de “M” preguntándome quién es este hombre y por qué la vida lo ha puesto en mi camino…


Me despierta un barullo de gente proveniente del exterior: aplausos, gritos, risas. Abro los ojos y miro a “M” de pie junto a la ventana. Lo veo de espaldas, sólo con ropa interior, asomándose por una cortina entre abierta. La luz de la mañana filtrada por la cortina inunda la acogedora habitación de mi amante. Su espalda desnuda de queda tatuada en mi memoria.

Me levanto y camino hasta donde está. Cuando siente mi presencia da la media vuelta y entonces descubro su rostro triste y sus ojos cristalinos, como si estuviese a punto de llorar. En las calles, la gente corre el maratón de Montreal. “M” me cuenta que a su papá le gustaba correr el maratón en su ciudad. Cuando enfermó dejó de hacerlo pero un año, aunque no debía, se empeñó en correr. Se preparó y salió a las calles acompañado de su familia. “M” lo vio hacer un esfuerzo sobre humano por terminar la carrera. No sabía que su padre se estaba despidiendo de su ciudad, de sus seres queridos.

Con la palma de la mano le acaricio el rostro y siento sus lágrimas en los labios mientras lo beso.

“M” prepara pan tostado con mermelada y un licuado extraño que tiene de todo, y que también tomaba su padre. Mientras desayunamos, le pregunto si tiene a la mano el libro de Kundera del que hablábamos la noche anterior. Se pone de píe y, un par de minutos después, vuelve con la edición en francés de “La insoportable levedad del ser”. La hojeo y busco una de mis partes favoritas. “Mira”, le digo, “este es uno de los fragmentos que más me gustan”. “M” lee en voz alta mientras termino el licuado y bebo algo de café.

No sé cómo es que llegamos a la despedida. Estoy vestido y él también. Nos decimos que hemos pasado una noche maravillosa y que justamente lo es porque no se repetirá. Decidimos quedarnos con ese recuerdo hermoso y no volvernos a ver. “Tu tienes tu novio, te vas a casar… Es lo mejor para ti”, me dice. Y yo asiento a todo con la cabeza sin saber qué decir. Le doy un brevísimo beso en los labios a manera de despedida y me marcho, escuchando el eco de la puerta que se cierra tras de mi.

Camino por las calles que han dejado atrás los corredores del maratón. Me dirijo a la estación de metro más cercana. Mi ropa, mi piel, mi cabello, aún huelen a él. Miro el reloj; en un par de horas volverá mi novio a Montreal. Tengo el tiempo exacto para volver a casa, bañarme e intentar borrar de mi cuerpo el olor de mi amante. Llevo el libro de Kundera en la cabeza, puedo ver al padre de “M” corriendo. También siento sus lágrimas aún en el corazón.