El
chelista loco.
De
mis noches de invierno en Montreal.
Mi amiga y yo lo bautizamos como “El
chelista loco” por sus excentricidades, como la de tocar el cello vestido de
mujer en las estaciones de metro para ganar algo de dinero.
Lo conocí una larga noche en la que uno de mis mejores amigos y yo nos propusimos volver a casa hasta el amanecer. Fuimos a una fiesta
en el viejo puerto en la que el código de vestimenta consistía en crear tu
atuendo con objetos rescatados de la basura a los que se les daba una segunda oportunidad.
Había unos outfits maravillosos. Recuerdo un vestido armado con una bolsa de
basura negra verdaderamente hermoso. La ventaja del invierno es que todos
podíamos viajar cubiertos de largos abrigos que nos quitábamos al llegar para
lucir nuestros modelitos, que no dejaban mucho a la imaginación.
Mi amigo y yo nos gastamos todo nuestro
dinero en whiskey. Salimos pasada la media noche a buscar un cajero porque en
ese sitio no se podía pagar con tarjeta. Cuando volvimos, las luces del lugar comenzaban
a encenderse y todo el mundo buscaba dónde seguir la fiesta; la desventaja de
esos países de primer mundo en donde las barras cierran a las 2 de la mañana…
Mi amigo se puso el objetivo de que nos la siguiéramos y hablaba con una mujer
bastante excéntrica de unos 40 años, que insistía en besarlo. Mi amigo no se
hacía mucho del rogar. Yo encontré a A. en la puerta del lugar, hablando con
mucha gente, debía ser gringo o canadiense británico porque su inglés no tenía
ese peculiar acento de los quebecuas. Estaba envuelto en una bolsa de plástico
transparente que dejaba ver sus pezones perforados, un cinturón con estoperoles
y unos shorts de piel negros. Creo que lo que me cautivó fue su voz; profunda y
melódica, y su mirada; alterada e impaciente. Algo hay en él que siempre me ha
recordado a Antony Hegarty, el vocalista de Antony & the Jonhsons, así
podría haberse visto a los 21; delgado y bello.
Me sonrió y me hizo un comentario sobre mis
labios, los llevaba pintados de rojo. Un hombre en el baño me había prestado su
lipstick después de que yo le chuleara el tono, siempre me ha gustado el
“russian red”. A. me dijo que había un after en el Village y que mi amigo y yo
podíamos acompañarlos. Nos subimos todos a un taxi. A. venía con dos amigos:
Fer: un mexicano bastante guapo, moreno y alto, y su novia, una gringa muy
gorda que tenía algo de Divine, con el cabello larguísimo envuelto en un chongo
demasiado alto, iba casi desnuda, envuelta en plástico igual que A. y se cubría
los pezones y los genitales con figuritas infantiles de helados y cupcakes. La
mujer cuarentona que coqueteaba con mi amigo había ido al baño. El taxi arrancó
sin ella. Mi amigo se sentía culpable por dejarla…
Fer quería prender un cigarro pero no tenía
encendedor. Yo buscaba uno en mi bolso pero no lo encontraba, en cambio sacaba
un perfume de Jean Paul Gaultier, una bolsita de mota, un lipstick, billetes
hechos bola, poppers. Todos se burlaban mucho de mi. Nos bajamos en el Village,
creo que sí estábamos muy borrachos. Bailábamos y cantábamos por la calle.
Llegamos a un departamento minúsculo con un tapanco. Nos fumamos un churro. Nos
tomamos unas 2 ó 3 cervezas más.
A. me contó que estudiaba música en McGill
pero se había salido este semestre después de una crisis emocional. Sentía que
el sistema educativo, demasiado cuadrado y estricto, estaba cuartando su
libertad creativa y su inspiración. Me pareció lindo que tocara el cello pero
no le di demasiada importancia. Efectivamente era gringo, de Nueva York, “pero
no de la ciudad de Nueva York sino del norte, de un pueblo lleno de white
trash”, según sus propias palabras… Yo le hablé de mi trabajo como mesero y le
conté que había estudiado cine en mi país. Por más que quería abordar el tema
de manera superficial en ese entonces siempre me salía el lado apasionado y
acababa hablando de mis directores favoritos, especialmente cuando estaba
borracho. En fin, dejamos la fiesta un par de horas más tarde…
Nos fuimos al depa donde vivía A. con Fer y
su novia que se parecía a Divine, un lugarcito pequeño muy cerca del metro
Frontenac, zona de latinos y de quebecos que han llegado a Montreal hablando
solamente un francés rudo y poco educado. La casa estaba hecha un verdadero
desmadre. Nos sentamos en el piso a tomar vino y poco después llegó un tipo muy
raro con una pareja de mujeres que desde el primer momento se acurrucó en un
sillón y no paraban de meterse mano y besarse. Minutos
después me di cuenta de que el tipo, además de “amigo”, era el dealer. Lo
primero que sacó fue coca pero yo me negué por mis malos recuerdos con esa
droga, que francamente me parece muy chafa. Después ofreció “K”. Yo había leído
algo sobre la ketamina, muy popular en Canadá, y sentía algo de curiosidad, así
que me la estaba pensando.
A. se metió a su cuarto. Regresó cambiado,
con una camisa larga y unos shorts de mezclilla rotos y demasiado cortos.
Llevaba un estuche enorme de instrumento en la mano. Apagó la música que
provenía de una computadora. Sacó su cello. Se sentó en medio de todos. La
verdad es que se respiraba buena onda en el lugar; amor. Fer y su novia se
besaban. Las otras chicas se fundían en un abrazo. Yo me sentía feliz de
compartir esa noche con un amigo muy querido.
A. decía que con el “K” podía ver el color
de cada persona. Empezó por Fernando, su color era el rojo. Cuando describía lo
que sentía con este color, Fer y su novia tenían una cara bastante sorprendida,
verdaderamente parecía que A. podía ver algo más allá, algo oculto a simple
vista. “Ahora voy a tocar tu sonido”, dijo, y comenzó a improvisar con el cello.
La música que inundaba la habitación era muy bella. Costaba trabajo creer que
ese chico tocaba sin ninguna partitura. En ese momento decidí meterme unas
líneas de ketamina, no sólo era el momento y el lugar adecuado para probarla,
también estaba rodeado de la gente indicada y con la música perfecta.
"A. es un genio", decían sus amigos. A los 19
años ya dirigía la orquesta estudiantil de McGill, que es una de las
universidades de mayor prestigio en Canadá. Tocaba en una banda de jazz y
componía algunas cosas. Lo malo quizá es que su genio no cabe en ninguna
partitura; él no encajó en su familia ni en su pueblo, no encajó en Nueva York
ni en la Universidad McGill, probablemente no encajaría en Montreal…
Mientras tocaba y hablaba de nuestros
colores también hablaba de sí mismo. Era un monólogo muy natural que atrapaba
la atención de todos, que lo escuchábamos hipnotizados. Yo también comencé a
mirar colores, luces que danzaban. Mi cuerpo se relajó y todo se sentía tan
bien… Al parecer se volvió al cello a muy temprana edad, cuando se dio cuenta de
que era gay. Y como no había lugar para los gays en su pueblo y no le gustaba
estar con los demás niños, se encerraba en su cuarto a tocar el piano. Luego en
una iglesia le regalaron un cello. Nunca se separaría de ese instrumento.
A. tocó una melodía para cada uno de sus
invitados. Por su puesto el último fui yo. Me miraba directa y profundamente a
los ojos mientras tocaba la música de los demás, como diciendo “Pronto viene la
tuya… “ Yo miraba sus piernas desnudas sujetando su cello, su rostro
apasionado. También se daba tiempo para cumplir las peticiones de su amigo el dealer,
que le cambiaba líneas de coca por piezas de Bach. A. ni siquiera debía soltar
su instrumento, el chico pasaba su brazo con la línea bien formada y A.
aspiraba sin dejar de tocar. “El cello me ha dado amigos, drogas, hombres, todo
lo que he querido….” me decía y me guiñaba el ojo.
Yo soy morado. Él obviamente lo adivinó. Y sueno
como una pieza melancólica de Tchaikovski que se toca con el pulso del corazón
como metrónomo.
La luz ya clareaba en las ventanas. El amigo
dealer se fue. Fer y su novia se metieron en su habitación. Mi amigo dormía en
medio de las dos chicas en el suelo.
Yo terminé en la cama de A, parecía
demasiado alta y las sábanas se sentían como olas de mar. Las figuras de las
cortinas bailaban. La voz profunda del cellista loco llegaba hasta lo más
hondo. Nunca había tenido sexo en “K” y fue maravilloso. A. tiene sólo 21 años
pero su cuerpo y su mirada se ven cansados… Entonces fue como
reconfortarlo, abrazarlo largamente y darle besos en la frente. Su piel no es
tersa. Su cabello, demasiado delgado y rubio. Sus besos con
olor a tabaco y a ron del más barato. Penetrarlo era penetrar en su misterio,
acercarme a su corazón. Cogimos toda la mañana. El amanecer en la ventana.
La resaca fue bastante fuerte, al menos
había besos al abrir los ojos. Mi amigo se había ido a casa. La gorda gringa,
sin maquillaje y sin peinado, lucía más normal y me recordaba menos a una drag
queen, Fer se veía igual de guapo. Hicieron café mientras intentaban organizar
su agenda. Aparentemente trabajaban organizando eventos. A. me dijo que esa tarde debía ir a tocar al metro porque la noche
anterior se había gastado todo su dinero.
Intercambiamos teléfonos en las escaleras de
su edificio. Yo me regresé caminando desde Hochelaga hasta el Plateau, no es un
trayecto demasiado largo pero estando crudo puede parecer una inmensidad.
Mientras caminada reconstruía en mi cabeza la noche anterior. Creo que olía
demasiado a tabaco, a alcohol, a sexo. No me hubiera atrevido a subirme a un
camión ni acercarme a otro ser humano a menos de 3 metros de distancia. El día
estaba nublado. Afortunadamente había parado la nieve.