martes, 16 de octubre de 2012

Lekkerding.



Mi amante el sobrecargo.


Por más de dos años estuve inmerso en una relación a distancia con un trapecista norteamericano que viajaba por el mundo con diversas compañías de circo. Nos veíamos cada dos ó tres meses. Nuestros encuentros eran tan contados pero tan hermosos que valía la pena esperar. Él representaba para mi ese amour fou que yo siempre había querido vivir, como el de las películas de Julio Medem o el amor entrañable y mágico de Amélie Poulain.


Un día, el trapecista decidió firmar un contrato con un circo y marcharse por mucho tiempo. Mientras él pasaba sus días colgado en medio del cielo, yo me encontraba en una especie de espasmo, mirando la vida pasar. La magia de mi relación comenzaba a extinguirse con la distancia y, dado que no nos veríamos en muchos meses, mi novio propuso “abrir” la relación. Más allá de asustarme o molestarme, intenté ser objetivo y lo cierto es que la idea de pasar tanto tiempo sin sexo me desagradaba. Acepté sin saber que ese sería el inicio de un largo periodo de auto tortura, de celos insanos y pensamientos inmaduros.

Tardé un mes en acostarme con alguien. La sola idea de tener entre las sábanas otro olor que no fuera el suyo me repugnaba. No entendía cómo él podía acostarse tan fácilmente con otros cuando a mi me resultaba tan difícil. En ese periodo todo, excepto beber y pasar el día entero en la cama leyendo, me resultaba tremendamente complicado.

Una noche, harto de la solitaria masturbación, salí a buscarme un amante en un bar. Era un miércoles y llegué alrededor de la media noche. El lugar estaba semivacío y pensé que así permanecería, que regresaría a casa borracho y solo a consolarme con pornografía. Pero minutos después aquello comenzó a poblarse. Yo debía estar por la cuarta o quinta cerveza.

Regresaba del baño cuando lo encontré: alto, delgado y rubio, las facciones delicadas. Era hermoso y me miraba directamente, sonriéndome, encantador. Tenía 28, apenas un año más grande que yo. Trabajaba como sobrecargo para KLM.

Estaría en México solamente un par de días. El amante perfecto, pensé, sólo está aquí de paso, podríamos pasar la noche juntos y ninguno de los dos va a involucrarse; sabemos que en dos días se irá y que lo que vivamos quedará sólo como el recuerdo de una linda noche de octubre en la Ciudad de México.

Hablamos mucho. Bebimos mucha cerveza. Pasadas las 2 de la mañana me invitó a su hotel. Llegamos tambaleándonos al Sheraton María Isabel. Cuando las puertas del elevador se cerraron comenzamos a besarnos arrebatadamente. Demasiado apasionado para ser holandés. Le desfajé la camisa y metí mi mano en su pantalón. Ya estaba húmedo allí abajo y pude sentir una erección fulminante que casi hacía explotar sus jeans. Él me tocaba por todas partes, como si tuviéramos el tiempo contado y debiéramos aprovechar cada minuto.

En el pasillo me quité la camisa y en cuanto abrió la puerta me saqué lo zapatos. Él hacía lo mismo. Llevaba unos pequeños boxers color azul con franjas rojas y el símbolo de Superman que me hicieron sonreír. Tenía un trasero redondo y bien formado. Lo llevé a la cama y lo volteé de espaldas. Con los dientes le jalé los boxers y descubrí sus hermosas nalgas. Le lamí la entrepierna y el culo. Sus gemidos de placer se hacían cada vez más fuertes.

Ni siquiera nos dimos el tiempo de cerrar las cortinas, desde la cama se podía ver la glorieta del ángel iluminado, testigo de nuestra pasión y exabrupto.

Estar con otro fue más fácil de lo que pensé. La piel de Charles tenía un olor familiar, su boca embonaba bien con la mía y su cuerpo le daba la bienvenida al mío con cada caricia.

Sabía que debía buscar amantes pasajeros pero no quise vestirme y marcharme después del sexo. Además Charles era muy divertido y nuestra conversación muy entretenida, así que me quedé a dormir. Al día siguiente no trabajaba y podría aprovechar para enseñarle un poco la ciudad.

Despertamos muy tarde, yo primero que él. Contemplaba su rostro y en cuanto abrió los ojos comencé a besarlo, a entrelazar mis piernas con las suyas, a resbalar mis dedos por su espalda. Siempre me ha gustado el sexo al despertar.

Tomamos la ducha juntos. Salimos a la calle demasiado tarde. Hicimos un buen desayuno y paseamos, hablando de todo y de nada, de todo menos de mi novio.

Por la tarde yo estaba invitado a la premier de una película en el Cinépolis Diana y me lo llevé conmigo. Miramos juntos ese gran film que es “Rabioso Sol, Rabioso Cielo”. Saludé amigos y conocidos. Después de la función había un cocktail. Charles y yo nos escapamos a un Oxxo a comprar un six de Tecate e hicimos una parada en el Sheraton antes de ir a la fiesta.

Nos terminamos las cervezas y cogimos de nuevo. Él comenzaba a llamarme “guapo”, de las pocas palabras que conocía en español, y yo lo bauticé como “lekkerding” que significa “guapo” en holandés.

El Lekkerding y yo nos fuimos a la fiesta. Tomamos más cerveza y ginebra. Recuerdo que él estuvo hablando con una amiga mía. Fue una buena noche. Me encanta salir después de coger, me siento relajado. El post coito y un gin tonic hacen que todo se vuelva dulcemente leve.

Salimos tarde y borrachos a recorrer Reforma, con sus luces de noche. Él, de frente a mi, puso sus pies sobre los míos y yo, al caminar, lo cargaba en un juego infantil y divertido. Nos besábamos largamente.

Una vez más, con ese ángel como único testigo, él me miraba a los ojos, diciéndome que le había encantado conocerme y que le gustaría verme otra vez. Me explicaba que los sobrecargos de KLM pueden elegir los destinos a los que prefieren viajar y entonces la compañía les programa más vuelos a esas ciudades. ¿Te gustaría que nos viéramos de nuevo? Me preguntaba. Yo decidí ser honesto con él y le conté del trapecista. Algo del brillo en su mirada desapareció, aún así me invitó a su habitación. El sexo desenfrenado ahora era dulcemente melancólico.

No nos separamos hasta la mañana siguiente, en la que él debía bajar al lobby a hacer el check out y salir rumbo al aeropuerto con sus compañeros de la tripulación. Nos dimos un beso muy breve y, mientras lo miraba alejarse arrastrando su pequeño beliz, me percaté de que habíamos estado sin separarnos por más de 32 horas. Me fui a mi casa con su piel y sus ojos en el pensamiento…

Continuamos en contacto vía e-mail y en menos de un mes, estaba sentado en el Starbucks del Sheraton María Isabel esperando a mi nuevo amante el sobrecargo. No, no fue un lugar seguro y sí, si nos estábamos involucrando, creo que él más que yo, porque yo no me quitaba al trapecista del pensamiento, no obstante me hacía mucha ilusión ver a Charles y pasar muchas horas con él en esa habitación con vista al Paseo de la Reforma.

Lo vi entrar al café con su uniforme de sobrecargo, se veía absolutamente sexy y guapo. Su sonrisa se iluminó en cuanto me vio. Nos dimos un abrazo muy fuerte y casi sin decir nada, nos fuimos al hotel con la prisa de los amantes. Le hice el amor sin quitarle la camisa ni la corbata, sobre el escritorio de la habitación.

Charles volvería prácticamente una vez al mes por un periodo de 8 meses, hasta que yo me fuera a Montreal, a reunirme con mi novio. En esa época me propuso encontrarnos en Toronto, KLM no vuela a Montreal y lo más cerca que podía llegar a mi era a esa ciudad de Ontario. Pero yo pensé que no era una buena idea verle cuando estaba intentando hacer funcionar mi relación.

No he vuelto a ver al “Lekkerding”. Se encontrará en las nubes, como siempre. Probablemente con nuevos amantes, en nuevas habitaciones de hotel, pero yo sé que recuerda al mexicano, a su “guapo”, con la misma sonrisa y el mismo cariño que yo le recuerdo a él.


martes, 12 de junio de 2012

Unicornio.



Unicornio.

La música suena fuertemente, se mezcla con una multitud de voces que se funden en un sonido incomprensible. Había una larga fila en el baño, estuvimos formados varios minutos para entrar y cuando llegó nuestro turno, como si fuera una cuestión de practicidad, decidimos entrar juntos para ahorrar tiempo. Orinamos en el W.C. Me concentro en los mosaicos verdes del amplio baño para no mirar a U. que está parado al lado mío, con el pene de fuera. Sigo sin averiguar si es gay o no, muchos hombres heterosexuales van al baño juntos y el acto de orinar al mismo tiempo es tomado como un gesto de camaradería que estrecha la confianza y refuerza la amistad. Tal vez él piensa que yo soy hetero, le caigo bien y me está aceptando como un nuevo amigo, sólo eso. Escucho el chorro de orina que emiten nuestros cuerpos como si fuera uno solo. Finalmente volteo la mirada hacía él. Me sonríe. Nos cagamos de la risa y nos miramos, borrachos.

Nos conocimos en una fiesta y esta noche hemos venido juntos a otra. Yo pasé por él en mi coche. En el trayecto hablamos de cine, de literatura, de la gente que conocemos en común. Bailamos mucho. Encontramos conocidos, saludamos gente. Había mucho ruido y yo me acercaba peligrosamente a su oído con el pretexto de hacerme escuchar. Percibía su olor como de té chai, contemplaba su largo y blanco cuello, los vellos rubios de sus brazos.

U. no parecía gay pero cuando le hablaba sus ojos se concentraban demasiado en los míos, luego bajaba la mirada hasta mis labios como perdiéndose en ellos, posando suavemente su mano sobre mi hombro. Pero lo que más me confundía era su sonrisa: amplia, franca, sexual, que dice todo y no dice nada. Después de esas miradas volteaba a saludar a sus amigos con abrazos apretados y fuertes palmadas en la espalda, como hacen los bugas. Las chicas lo miraban sonrientes y abiertamente coquetas, una que otra también me miraba a mi, U. me las presentaba amablemente.

Bendita la cerveza que nos quiso hacer orinar al mismo tiempo y entonces fuimos juntos a formarnos a esa larga fila. Ahora estamos aquí: en un viejo baño con tina de una antigua y abandonada casa de la colonia Roma que sirve para este tipo de fiestas. U. me mira con su sonrisa que mata. Yo estoy algo nervioso. Alguien toca fuertemente en la puerta, grita que nos apuremos.

Efectivamente, orinar juntos estrecha la confianza entre los hombres. Ahora bailamos más relajados, al menos yo. Lo miro más francamente. En las bocinas se escucha D.A.N.C.E de Justice. Siempre me voy a acordar de él con esta canción.

“Tengo otra fiesta, pero es un poco lejos… ¿Quieres ir?” Claro que quiero ir, lo que sea con tal de alargar lo más posible esta noche.

Mi coche no tiene stereo, me lo robaron hace un par de meses. Lo lamento porque siempre es bueno tener música; no te obliga a hablar, mata el silencio e impone un mood preciso que puede ayudar en este tipo de momentos. Afortunadamente tengo mi iPod. Lo saco de mi bolsillo y pongo un audífono en uno de mis oídos, el otro se lo pongo a U. Le doy el iPod para que elija qué escuchar. ¿Será casualidad? Siempre he pensado que la casualidad nos habla. ¿Por qué elige “Chasing Cars” de Snow Patrol, esa canción que últimamente me significa tanto? Sin duda, hay una conexión especial entre nosotros, más allá de nuestras preferencias sexuales.

Paro en una gasolinera y U. amablemente se ofrece a pagar, yo lo tomo como un gesto de caballerosidad. Se baja a orinar una vez más en el baño de la gas. Yo espero en mi coche. Sale del baño y se detiene en la maquina de refrescos que está afuera. Lo veo caminar hacía el coche, con sus jeans demasiado flojos y rotos, su camisa de cuadros de franela y dos coca-colas de lata en las manos que no son light. “Seguro que no es gay”, pienso.

Llegamos a una casa en el Ajusco. Hace frío. U. conoce mucha gente. Se ve hermoso rodeado de la gente que quiere, sonriente. Yo tomo mucha cerveza para aceptar que la noche debe estar por terminar, que volveré a casa solo. Entonces él vuelve a mi y me propone salir al patio a fumar un churro. En el patio yo le cuento del último corto que filmé en la escuela de cine. “Me gustaría verlo”, me dice. “Lo tengo en mi iPod” contesto. “Sí, pero me gustaría verlo en una pantalla grande, no en la pantallita del Ipod” dice U. “Mi papá tiene una telesota y este fin no está en su casa. ¿Vamos? Sólo que está un poco lejos…” Lo que sea con tal de alargar esta noche, de vivirla hasta el amanecer.

Llegamos a casa de su padre: un departamento amplío y con libros por todas partes. Miramos mi corto en la pantallota. A U. le gusta mucho y a mi me encanta que le guste, que lo diga con su mirada verde y sincera. Ya es tarde, estamos medio borrachos y medio pachecos. Prefiero quedarme a dormir aquí y no tener que manejar hasta mi casa, aunque no vaya a pasar nada entre nosotros.

Nos acomodamos en un sofá-cama que está en el estudio. Se siente bien estar rodeado de libros, es un lugar seguro. U. se queda en boxers para dormir. Yo hago lo mismo. Intento no mirarlo demasiado para no incomodarlo. Su trato hacía a mi continúa siendo como el de dos amigos, al menos así lo siento yo. Y es que las miradas, aunque profundas, no acaban por ser directas. Las sonrisas, aunque francas, no terminan por ser una invitación a algo. Y yo, tan acostumbrado a la inmediatez sexual del mundo gay, quizá no entiendo ya las insinuaciones y la sutileza, he perdido la costumbre a ellas y no sé leer este tipo de señales…

En fin, nos acostamos en el mismo sofá, los dos en boxers, sin tocarnos. Nuestros cuerpos muy próximos. Las espaldas siempre han sido mi debilidad y la de U. es blanca, larga, de hombros fuertes, repleta de lunares. La miro con la poca luz que se cuela del exterior, entre las cortinas. Es la luz grisácea de la madrugada que anuncia el final de esa noche de viernes. Suspiro. Llevo mi mano a su espalda y comienzo a acariciarla, muy suavemente, casi sin tocarla. La piel de U. se eriza ante el contacto de mi mano. Sus actitudes querían ocultar algo que su propio cuerpo no puede negar. Se voltea lentamente hacía a mi, me mira. Sus ojos verdes me dicen que estando ahí esa noche no necesitamos nada más. Me quedo junto a él, a olvidar el mundo por unas horas. Lentamente acerca su rostro al mío, sus labios rosas y dulces a mi boca. Nos besamos largamente. Nos abrazamos, por fin.

Nos perdemos entre las sábanas. Enredamos nuestras piernas. El miedo y la duda desaparecen. Mis manos se deslizan por su espalda hasta encontrar sus boxers, los retiro lentamente. Hago lo mismo con los míos. Junto mi pene erecto con el suyo. Los miro muy juntos. Sonrío. U. sonríe también. Nos besamos todo el cuerpo. Paso por sus axilas, sus hombros, sus brazos llenos de vellos, bajo por su pecho hasta su abdomen, sus ingles, su pene, sus piernas velludas. Nos masturbamos. Una masturbación larga, tranquila, sin prisas. Cuando nos venimos la luz ya entra intensamente por la ventana.

Dormimos un rato. Me despierto y lo miro. Creo que está un poco incómodo, o quizá son ideas mías. “Tal vez no ha salido del closet. Tal vez esta situación lo confunde”, pienso.

Nos despediremos esa mañana, con un sol implacable y un calor insoportable, pensando que nos decimos adiós, sin saber que es sólo un "hasta luego". Una casualidad nos hará coincidir una vez más. Debí saberlo en ese momento, el destino no hizo que nos cruzáramos sin una razón. Pero esa mañana no lo supe. Afortunadamente tendría los ojos abiertos a la casualidad más tarde.


martes, 29 de mayo de 2012

El Chelista Loco.


El chelista loco.

De mis noches de invierno en Montreal.
Mi amiga y yo lo bautizamos como “El chelista loco” por sus excentricidades, como la de tocar el cello vestido de mujer en las estaciones de metro para ganar algo de dinero.

Lo conocí una larga noche en la que uno de mis mejores amigos y yo nos propusimos volver a casa hasta el amanecer. Fuimos a una fiesta en el viejo puerto en la que el código de vestimenta consistía en crear tu atuendo con objetos rescatados de la basura a los que se les daba una segunda oportunidad. Había unos outfits maravillosos. Recuerdo un vestido armado con una bolsa de basura negra verdaderamente hermoso. La ventaja del invierno es que todos podíamos viajar cubiertos de largos abrigos que nos quitábamos al llegar para lucir nuestros modelitos, que no dejaban mucho a la imaginación.

Mi amigo y yo nos gastamos todo nuestro dinero en whiskey. Salimos pasada la media noche a buscar un cajero porque en ese sitio no se podía pagar con tarjeta. Cuando volvimos, las luces del lugar comenzaban a encenderse y todo el mundo buscaba dónde seguir la fiesta; la desventaja de esos países de primer mundo en donde las barras cierran a las 2 de la mañana… Mi amigo se puso el objetivo de que nos la siguiéramos y hablaba con una mujer bastante excéntrica de unos 40 años, que insistía en besarlo. Mi amigo no se hacía mucho del rogar. Yo encontré a A. en la puerta del lugar, hablando con mucha gente, debía ser gringo o canadiense británico porque su inglés no tenía ese peculiar acento de los quebecuas. Estaba envuelto en una bolsa de plástico transparente que dejaba ver sus pezones perforados, un cinturón con estoperoles y unos shorts de piel negros. Creo que lo que me cautivó fue su voz; profunda y melódica, y su mirada; alterada e impaciente. Algo hay en él que siempre me ha recordado a Antony Hegarty, el vocalista de Antony & the Jonhsons, así podría haberse visto a los 21; delgado y bello.

Me sonrió y me hizo un comentario sobre mis labios, los llevaba pintados de rojo. Un hombre en el baño me había prestado su lipstick después de que yo le chuleara el tono, siempre me ha gustado el “russian red”. A. me dijo que había un after en el Village y que mi amigo y yo podíamos acompañarlos. Nos subimos todos a un taxi. A. venía con dos amigos: Fer: un mexicano bastante guapo, moreno y alto, y su novia, una gringa muy gorda que tenía algo de Divine, con el cabello larguísimo envuelto en un chongo demasiado alto, iba casi desnuda, envuelta en plástico igual que A. y se cubría los pezones y los genitales con figuritas infantiles de helados y cupcakes. La mujer cuarentona que coqueteaba con mi amigo había ido al baño. El taxi arrancó sin ella. Mi amigo se sentía culpable por dejarla…

Fer quería prender un cigarro pero no tenía encendedor. Yo buscaba uno en mi bolso pero no lo encontraba, en cambio sacaba un perfume de Jean Paul Gaultier, una bolsita de mota, un lipstick, billetes hechos bola, poppers. Todos se burlaban mucho de mi. Nos bajamos en el Village, creo que sí estábamos muy borrachos. Bailábamos y cantábamos por la calle. Llegamos a un departamento minúsculo con un tapanco. Nos fumamos un churro. Nos tomamos unas 2 ó 3 cervezas más.

A. me contó que estudiaba música en McGill pero se había salido este semestre después de una crisis emocional. Sentía que el sistema educativo, demasiado cuadrado y estricto, estaba cuartando su libertad creativa y su inspiración. Me pareció lindo que tocara el cello pero no le di demasiada importancia. Efectivamente era gringo, de Nueva York, “pero no de la ciudad de Nueva York sino del norte, de un pueblo lleno de white trash”, según sus propias palabras… Yo le hablé de mi trabajo como mesero y le conté que había estudiado cine en mi país. Por más que quería abordar el tema de manera superficial en ese entonces siempre me salía el lado apasionado y acababa hablando de mis directores favoritos, especialmente cuando estaba borracho. En fin, dejamos la fiesta un par de horas más tarde…

Nos fuimos al depa donde vivía A. con Fer y su novia que se parecía a Divine, un lugarcito pequeño muy cerca del metro Frontenac, zona de latinos y de quebecos que han llegado a Montreal hablando solamente un francés rudo y poco educado. La casa estaba hecha un verdadero desmadre. Nos sentamos en el piso a tomar vino y poco después llegó un tipo muy raro con una pareja de mujeres que desde el primer momento se acurrucó en un sillón y no paraban de meterse mano y besarse. Minutos después me di cuenta de que el tipo, además de “amigo”, era el dealer. Lo primero que sacó fue coca pero yo me negué por mis malos recuerdos con esa droga, que francamente me parece muy chafa. Después ofreció “K”. Yo había leído algo sobre la ketamina, muy popular en Canadá, y sentía algo de curiosidad, así que me la estaba pensando.

A. se metió a su cuarto. Regresó cambiado, con una camisa larga y unos shorts de mezclilla rotos y demasiado cortos. Llevaba un estuche enorme de instrumento en la mano. Apagó la música que provenía de una computadora. Sacó su cello. Se sentó en medio de todos. La verdad es que se respiraba buena onda en el lugar; amor. Fer y su novia se besaban. Las otras chicas se fundían en un abrazo. Yo me sentía feliz de compartir esa noche con un amigo muy querido.

A. decía que con el “K” podía ver el color de cada persona. Empezó por Fernando, su color era el rojo. Cuando describía lo que sentía con este color, Fer y su novia tenían una cara bastante sorprendida, verdaderamente parecía que A. podía ver algo más allá, algo oculto a simple vista. “Ahora voy a tocar tu sonido”, dijo, y comenzó a improvisar con el cello. La música que inundaba la habitación era muy bella. Costaba trabajo creer que ese chico tocaba sin ninguna partitura. En ese momento decidí meterme unas líneas de ketamina, no sólo era el momento y el lugar adecuado para probarla, también estaba rodeado de la gente indicada y con la música perfecta.

"A. es un genio", decían sus amigos. A los 19 años ya dirigía la orquesta estudiantil de McGill, que es una de las universidades de mayor prestigio en Canadá. Tocaba en una banda de jazz y componía algunas cosas. Lo malo quizá es que su genio no cabe en ninguna partitura; él no encajó en su familia ni en su pueblo, no encajó en Nueva York ni en la Universidad McGill, probablemente no encajaría en Montreal…

Mientras tocaba y hablaba de nuestros colores también hablaba de sí mismo. Era un monólogo muy natural que atrapaba la atención de todos, que lo escuchábamos hipnotizados. Yo también comencé a mirar colores, luces que danzaban. Mi cuerpo se relajó y todo se sentía tan bien… Al parecer se volvió al cello a muy temprana edad, cuando se dio cuenta de que era gay. Y como no había lugar para los gays en su pueblo y no le gustaba estar con los demás niños, se encerraba en su cuarto a tocar el piano. Luego en una iglesia le regalaron un cello. Nunca se separaría de ese instrumento.

A. tocó una melodía para cada uno de sus invitados. Por su puesto el último fui yo. Me miraba directa y profundamente a los ojos mientras tocaba la música de los demás, como diciendo “Pronto viene la tuya… “ Yo miraba sus piernas desnudas sujetando su cello, su rostro apasionado. También se daba tiempo para cumplir las peticiones de su amigo el dealer, que le cambiaba líneas de coca por piezas de Bach. A. ni siquiera debía soltar su instrumento, el chico pasaba su brazo con la línea bien formada y A. aspiraba sin dejar de tocar. “El cello me ha dado amigos, drogas, hombres, todo lo que he querido….” me decía y me guiñaba el ojo.

Yo soy morado. Él obviamente lo adivinó. Y sueno como una pieza melancólica de Tchaikovski que se toca con el pulso del corazón como metrónomo.

La luz ya clareaba en las ventanas. El amigo dealer se fue. Fer y su novia se metieron en su habitación. Mi amigo dormía en medio de las dos chicas en el suelo.

Yo terminé en la cama de A, parecía demasiado alta y las sábanas se sentían como olas de mar. Las figuras de las cortinas bailaban. La voz profunda del cellista loco llegaba hasta lo más hondo. Nunca había tenido sexo en “K” y fue maravilloso. A. tiene sólo 21 años pero su cuerpo y su mirada se ven cansados… Entonces fue como reconfortarlo, abrazarlo largamente y darle besos en la frente. Su piel no es tersa. Su cabello, demasiado delgado y rubio. Sus besos con olor a tabaco y a ron del más barato. Penetrarlo era penetrar en su misterio, acercarme a su corazón. Cogimos toda la mañana. El amanecer en la ventana.

La resaca fue bastante fuerte, al menos había besos al abrir los ojos. Mi amigo se había ido a casa. La gorda gringa, sin maquillaje y sin peinado, lucía más normal y me recordaba menos a una drag queen, Fer se veía igual de guapo. Hicieron café mientras intentaban organizar su agenda. Aparentemente trabajaban organizando eventos. A. me dijo que esa tarde debía ir a tocar al metro porque la noche anterior se había gastado todo su dinero.

Intercambiamos teléfonos en las escaleras de su edificio. Yo me regresé caminando desde Hochelaga hasta el Plateau, no es un trayecto demasiado largo pero estando crudo puede parecer una inmensidad. Mientras caminada reconstruía en mi cabeza la noche anterior. Creo que olía demasiado a tabaco, a alcohol, a sexo. No me hubiera atrevido a subirme a un camión ni acercarme a otro ser humano a menos de 3 metros de distancia. El día estaba nublado. Afortunadamente había parado la nieve.




martes, 15 de mayo de 2012

Remy, Alan, Alex.



Remy, Alan, Alex.


Remy vive entre París, la ciudad de México y el resto del mundo. Alan es su novio mexicano. Cuando Remy está en la ciudad de México, él y Alan salen por las noches a buscar un tercero que comparta con ellos las habitaciones de hotel.

Alex baila en la pista, el efecto de la tacha recorre su cuerpo, un sudor frío va y viene de sus pies a su cabeza. Las luces robóticas lo transportan en un viaje de sensaciones, sus ojos se dilatan, sus brazos nadan en un agua en exceso transparente que sólo él puede mirar. Una mano se desliza suavemente por su antebrazo; es Alan, que busca con su mirada la mirada de Alex y le sonríe dulcemente.

Alex baila en medio de Remy y de Alan. Alan toca su entrepierna. Rommie abraza a Alex por detrás, toca su trasero, lleva sus dedos a la boca de Alex; los dedos son salados, largos y tibios. Alan se excita de mirar los dedos de su amante siendo lamidos por el nuevo chico, del cual comienzan a conocer su cuerpo sin aún conocer su nombre. El dulce vodka va de unos labios a otros sin detenerse, el alcohol los hace despegar los pies del piso.

El resto de los chicos los miran: Remy es absolutamente hermoso; alto, delgado y fornido, su camiseta negra sin mangas contrasta con su blanca piel y deja ver sus bien formados brazos: fuertes, anchos, repletos de vellos.  Las pecas salpican su espalda. El cabello rubio. Los ojos claros. Los labios rosas. El cabello corto en una especie de peinado despeinado. Unos jeans ajustados, negros, que dejan ver su escultural trasero. Alan es menos afortunado; tiene el cabello oscuro y lo lleva peinado hacía atrás, la piel blanca. No es precisamente delgado aunque tampoco gordo, contra resta su cuerpo convencional con una linda sonrisa, una nariz pequeña y respingada y una mirada tierna. Alex mira más allá; sus ojos castaños se posan en la gente y sin quererlo descifran cosas. Lleva el cabello casi a rape. Su rostro es cuadrado, los pómulos resaltan, los labios carnosos. Es alto, delgado y lánguido. Cada uno toca al otro y las caricias se vuelven cada vez menos sutiles, más provocadoras, menos pensadas, más apasionadas, menos premeditas…

Los minutos se diluyen rápido. Remy y Alan han bebido desde que se ocultó el sol. Alex se metió una tacha a media noche. Entre las caricias físicas, la voz de Remy, que apenas se escucha por la música, parece acariciar el oído de sus amantes: ¿Nos vamos?

Una camioneta oscura con vidrios polarizados. Adentro, el chofer intenta no mirar por el retrovisor. En la parte de atrás, tres chicos se besan entre sí. La mano de Remy dentro del pantalón de Alex enreda sus dedos entre el vello púbico y descubre una erección fulminante, un pene grueso y circuncidado es lo que le promete el tacto. Desliza la otra mano en el pantalón de Alan, acariciando la suave piel de su trasero, dirigiendo su dedo entre sus nalgas. Remy toma el control; él ordena, dice que desea ver, dirige sus manos por donde quiere. Ahora empuja la nuca de su amante recurrente y la del chico que sacaron del antro hasta juntar sus rostros. Mira excitado como sus bocas se hunden en un eterno beso.

Los tres chicos caminan de la mano por el pasillo de un hotel, que parece demasiado largo, demasiado iluminado… Finalmente llegan a la habitación. A Remy le gusta desnudarse poco a poco. Comienza a tornarse brusco. Con la mano derecha empuja a Alex al piso, se baja el zipper de los jeans, se saca el pene duro, aprieta la cara de Alex contra sí, no resta nada que hacer más que abrir la boca. El sabor del vodka aún en la lengua de Alex, la saliva dulce, las encías algo dormidas por la droga. Alex siente dentro ese pene erecto, grande, del francés, que obliga a su amante mexicano a mirar como otro le chupa la verga. Se saca también los huevos, grandes y bien formados, hace que Alex se los meta enteros a la boca, él desliza sus dos manos por la espalda del rubio, le acaricia las nalgas con los jeans de por medio, luego le desabrocha habilmente el cinturón.

Alan se ha quitado la ropa. Conserva una camiseta sin mangas y los calcetines demasiado blancos. Se masturba viendo a su amante poseer a alguien nuevo. Ahora es Alan quien es empujado al piso. Remy desabotona la bragueta de Alex. Saca con sus manos un pene totalmente duro. Hace que Alan lo meta en su boca, con una mano toma su nuca y con la otra el trasero de Alex, controla así el movimiento de entrada y salida, el ritmo con que Alan da placer oral a Alex.

Los tres semi-desnudos. Remy empuja a Alex a la cama. Le come el culo. Le pone lubricante. Se pone un condón. Lo penetra. Toda la verga directamente, derecho, sin ir poco a poco. Podría causar dolor pero la tacha ayuda a Alex a que todo se sienta leve, casi insoportablemente leve. Alan se masturba excitado y besa al chico que es penetrado por su amante. El trato brusco de Remy parece compensarse con la ternura de Alan. El orgasmo de Alan llega demasiado rápido. El de Remy está por llegar. "¿Te vas a venir?" Le pregunta a Alex. Él responde honestamente: “No sé si me voy a venir, debe ser por la tacha”. El gesto de Remy cambia abruptamente: “¿La tacha?” Sale del interior de Alex en ese instante. Con la palma abierta le pega en la cara. “Nosotros no hacemos drogas. No nos gusta eso. ¡Vete!” Todo se vuelve frío al instante y Alex, confundido, se levanta de la cama. Se dirige al baño. “¡Vete! ¡No te queremos aquí! Alán refuerza las palabras de su amante. No le dejan a su invitado ni siquiera el tiempo para pasar al baño. A empujones lo sacan de la habitación.

El pasillo parece aún más largo. La maldita luz: demasiado blanca, demasiado intensa. Todo parece en extremo limpio en ese hotel y contrasta con el sentir de Alex. En el pasillo se revisa los bolsillos: al menos trae la cartera y las llaves del coche. Ahora que camina, el dolor de la ruda penetración se hace presente. Camina despacio y desconcertado al elevador. Las ideas se suceden de manera confusa en su mente, poco a poco comienza a darles cierto orden: tiene algo de dinero en la cartera, puede pagar un taxi de regreso al antro donde dejó su coche. 

A través de las ventanillas del taxi, Alex mira las luces de la ciudad. El chofer guarda silencio. El silencio se vuelve inmenso, insoportable. Tiene aún, en el brazo, el sello que le pusieron al salir del antro. Podría volver. Sí, esa es la opción: huir del silencio, inundar sus oídos de música electrónica otra vez, sus ojos de luces robóticas, esperar a que el efecto del alcohol y la droga se pase. “Estúpidos” piensa ahora, “incluso ellos parecían drogados…”. Ahora puede estar molesto con ellos. En sus dedos, aún queda el olor del dulce perfume del francés. No, no los odia del todo.